Las calles y avenidas que
cruzan a Bogotá se esparcen como redes sin punto de llegada o de partida. Son
rompecabezas a los que siempre les faltarán fichas; cielos estrellados al revés,
cuyas luces forman constelaciones que cambian de posición. Allí vivimos y
morimos día a día, atravesamos puertas que nos llevan del presente al futuro y
hacemos escala en ciertos callejones que nos recuerdan el principio de los
tiempos.
“La ciudad de los umbrales”
de Mario Mendoza, es el primer libro del escritor bogotano que narra la ciudad
desde sus profundidades. En medio del cemento, amparados por la complicidad de
la noche y sumergidos en esa neblina espesa de la madrugada, los personajes del
libro recorren la ciudad para desafiarla, poseerla y escapar de ella. Bogotá es
puta entre las putas, pero también última morada de cualquier NN. Huele a
incienso, algodón de azúcar, flores y, al mismo tiempo, a bazuco, licor o
marihuana. En tabernas de mala muerte, tiendas de barrio o cafés tradicionales,
se habla de lo divino o de lo humano sabiendo que, en el fondo, Bogotá se
encargará, tarde o temprano, de sentenciar el destino de quienes se atreven a
profanarla. No es una visión
fatalista. Se trata, más bien, de un juego de ilusiones, un laberinto de
espejos, el maquillaje que se escurre por culpa de la lluvia y que deja al
descubierto rostros, y miradas.
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